domingo, 28 de febrero de 2010

Comienzan las clases

Mañana comienzan las clases en todo el país. Tengo para mí que este es un tiempo esperanzador donde surgen, también muchos deseos.

Esperanza porque hace mucho que los dos distritos más grandes del país no las comienzan en término. Esperanza por los chicos que comenzarán a crecer y a ser mejores personas. Esperanza porque habrá menos chicos en las calles.

Deseos de que empecemos a valorar más la educación de nuestros hijos. Deseos de superarnos. Deseos de que los jóvenes (como el caso que sigue) vuelvan a sonreir:


Foto gentileza de "No seas pavote"

Cruzan el Puente Alsina en lo más alto de un camión desvencijado. El padre siempre con las piernas colgando muy cerca del pavimento. La madre acunando al bebé y los otros dos recostados sobre una acumulación de carretones, de cara a las estrellas
Toman por Avenida La Plata y al llegar a Rivadavia bajan y se disgregan. Ramón, el hijo mayor, camina por Rivadavia para el lado en que sube la numeración. Comienza cuando llegan, alrededor de las 22 y termina pasadas las 3. Empuja un carro mas destartalado que el camión. Va abriendo todas las bolsas que encuentra y con parsimonia saca lo que pueda revender. Hace rato dejó la escuela. Primero pasó al turno tarde porque no podía levantarse luego de trajinar la noche. Más tarde abandonó cuando la crisis del 2001 no dejó ni cartones en la calle. Ahora le ofrecieron terminar en una primaria de adultos y está con ganas. No toda su familia camina cuando los demás duermen. El de seis y el de siete descansan en la casilla que tienen por casa al cuidado de la de diez. Por la mañana irán a la escuela y podrán comer, a veces, caliente.

Josefina, también marcha por Rivadavia y se encuentra con sus amigas en la esquina de Acoyte. Todas las noches, como un ritual irremediable, se reúnen en el ciber a chatear con amigos desconocidos. Aunque por la mañana concurrirán a la misma escuela católica, la reunión nocturna es impostergable. Charlan, se ríen y gastan su tiempo frente a una pantalla. Esa es su rutina: conversar por la mañana, mensajearse por la tarde y chatear por la noche. Viven aisladas en su humanidad y conectadas tecnología de por medio. No saben de política, ni de economía, ni de problemas sociales. Lo único que necesitan en este mundo es un celular y banda ancha.

Anoche, Josefina volvió a encontrarse con sus amigas en la esquina de siempre y mientras esperaban a una rezagada charlaban y se reían sin advertir que junto a ellas pasaba, como otras veces, Ramón junto a su inseparable carro. Frenó a unos metros de las jóvenes y comenzó a desarmar una gran caja. Cuando se agachó observó, de reojo, al grupo de chicas felices y pensó que hacía rato que no veía gente de su edad riendo de esa manera. Terminó de acomodar sus bultos y pensó que tal vez mañana, cuando empiecen las clases, él también volverá a sonreír

lunes, 22 de febrero de 2010

Chicas caras


“Chicas caras” es el último libro de la gran periodista y mejor escritora Teresita Ferrari. Allí relata diez casos de prostitución juvenil donde las protagonistas lo asumen como una profesión cualquiera


“Martina practica la prostitución entre sus compañeros del colegio y de salidas. Cobra muy bien y asegura que, manteniendo la virginidad, como asegura es su caso, lo suyo no es prostitución. “Que no me jodan con lo de prostitución…
Son adolescentes cuyos padres tienen buena posición económica, pero les dan dinero para que estén alejadas y no molesten. Ellas, acostumbradas a esto, cobran hasta por las buenas notas de la escuela.”


La primera impresión que me provocó leer este párrafo, aunque todavía no leí el libro entero, fue de asombro, sin embargo, como siempre, todo cambió cuando empecé a indagar lo que pasa alrededor mío


Hace cinco días conversaba con una profesora que me contaba que en un colegio donde trabaja encontraron a una alumna (en un patio alejado dentro del establecimiento) practicándole sexo oral a un compañero en agradecimiento porque éste la había ayudado en una evaluación. Alarmado por esto decidí seguir averiguando. Por mi tarea docente pude hablar con alumnos que me contaron lo generosas que se ponen algunas compañeras que, utilizando la misma moneda de pago que la chica anterior, reciben tragos “gratis” en los boliches (locales bailables) Cabe aclarar que estos actos son dentro del mismo boliche. De ahí al sexo en grupo no quedaba mucho y, con lujo de detalles supe de una adolescente, repitiendo el mismo acto, con tres varones a la vez, en el cuarto de uno de ellos (con los padres mirando la TV en la misma casa), aunque, esta vez fue por puro placer. Si bien esto último fue hace más de un mes, todavía hoy la burlan preguntándole por el dolor en sus rodillas.

Cabe aclarar que, al igual que en el libro, estos jóvenes no son marginales. No hablamos de hacinamiento ni de pobreza extrema que justifiquen un medio de subsistencia. Hablo de una falta de pautas a nivel familiar donde, por tal, no se reconocen límites ni privacidad. Si no se registra un hecho como indebido es fácil repetirlo, es obvio que no importa la intimidad porque un suceso común puede ser visible para cualquiera. Hablo de cualquier método para conseguir las cosas, desde la aprobación de un examen hasta un celular o cualquier producto tecnológico. Hablo del absurdo de desconocer al sexo oral (o mejor dicho bucal) como una práctica sexual y ubicarla en el conjunto de los juegos entre amigos. Pero también los varones lo consienten porque es una buena manera de no tener una novia pesada que le exija fidelidad y lo acose con llamadas insistentes para saber si las quieren. En una sociedad donde los sentimientos han sido relegados y donde los padres muestran que la belleza y el éxito fácil son la verdad a perseguir, estos hechos se reproducen reiteradamente hasta hacerse un lugar fuera del asombro general


Lamentablemente todavía no entiendo qué mundo estamos haciendo

martes, 16 de febrero de 2010

Descenso

Parece que más abajo no podemos ir, pero podemos

Parece que peor no podemos estar, pero podemos

Parece que no nos queda otra que mejorar, parece que cuando más nos acercamos a los infiernos la búsqueda del cielo es el camino inevitable, parece que la esperanza es el camino de salvación. Pero siempre que esto ocurre hay algo que nos desalienta, hay algo que nos golpea, hay algo que hace añicos nuestra esperanza

Parece que vamos a superarnos pero la realidad, mostrada en nuestra TV, siempre nos cachetea y nos hace descender


viernes, 12 de febrero de 2010

Conducta en los velorios

Hoy se cumplen 26 años de la muerte de nuestro gran escritor Julio Cortázar. Se pueden decir grandes cosas de él pero preferí que lo recordemos con un cuento breve de esos con los que él acostumbraba a deleitarnos.

Vaya este gran recuerdo a modo de homenaje


No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese dialogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio este a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.
En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia esta en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado. Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de agotamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ultimo adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompanar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.

martes, 9 de febrero de 2010

Violencia doméstica


Hasta por facebook lo avisó y fue allí en donde se despidió. Al caer la noche y luego de cenar Lita acompañó a sus hijos hasta los cuartos y los observó y besó cuando a los dos les llegó el sueño. Luego, ya en su alcoba, abrazó a una barra de hierro con la que se defendería por si a su ex pareja se le ocurría regresar, y se quedó dormida.


Todos los que la conocían sabían de su pesar, del dolor que le provocaba el maltrato, de la bajeza de ocultar marcas a hijos y amigos, del no poder más.


Cansada estaba esta profesora de inglés de no ser escuchada, de no ser tenida en cuenta. Harta de ser maltratada por la desidia del estado que debía protegerla y por aquel que le había jurado amor eterno, por aquel con quien soñó sus hijos.


Esa misma mañana en que debía declarar contra el hombre que la hería, Lita subió hasta la terraza del edificio donde habitaba y aterrada y enceguecida se arrojó al vacío.


Cada vez más seguido asistimos a noticias de violencia doméstica que lejos de conmovernos nos parecen lejanas y exóticas . Pero son crónicas de la vida diaria, que no se publican en los diarios ni se escuchan en la radio, salvo cuando son acompañadas del dolor de una muerte


Hartos estamos de las peleas entre el gobierno y la oposición. Cansados de tanta lucha política queremos que nos escuchen a los que todos los días salimos a vivir, con nuestras pequeñas miserias y nuestras grandes luchas cotidianas. Cansados estamos de creernos primermundistas y que en nuestras familias exista una violencia que no se encuentra ni en el peor tercer mundo.


¿Alguien nos escuchará?




lunes, 1 de febrero de 2010

Argentina: doscientos años de soledad

El diario de mayor circulación mundial de habla hispana es El País de España. En él escribía nuestro Tomás Eloy Martínez. Ayer fallecido, luego de soportar un terrible cáncer, y hoy en nuestro recuerdo.

La siguiente fue su última obra publicada en este periódico donde trata de explicarle a las personas de otras latitudes quiénes somos los argentinos, qué país es este tan entrañable como incomprensible.

Se los adjunto para tratar, nosotros también, de comprender un poco más. Vaya, también, como un sentido homenaje:

Historia no es sólo aquello que se cuenta del pasado; es también, y a veces sobre todo, el relato de lo que se omite, de lo que queda en los márgenes. En mayo de 1910 Argentina celebró el primer centenario de su emancipación de la Corona española. Pocos meses después, el adolescente Juan Domingo Perón fue llevado por su abuela paterna al Colegio Militar de la ciudad de San Martín, donde estudió amparado por una beca de misericordia. Venía de un hogar inestable, errante, y en el colegio descubrió el único modelo de familia que conoció en la vida. Se dijo que si aquello era bueno para él, también debía ser bueno para el país.

Con esa escena empieza el siglo XX en Argentina. Tres décadas más tarde, cuando alcanzó el poder, Perón puso en práctica las lecciones de disciplina y orden que había aprendido en la milicia. Organizó el país en torno a la figura de un líder fuerte, carismático, cuya palabra era ley. Si bien esos dictámenes dependían de la aprobación de instituciones formales, como las dos cámaras del Parlamento y las cortes de justicia, las instituciones respondían por lo general a los designios del líder. A ese modelo jerárquico y autoritario pueden atribuirse las alternancias civiles y militares que se sucedieron a partir de 1955 y que cerraron el camino a todos los proyectos de desarrollo. Desde entonces Argentina se convirtió en un campo de batalla entre facciones que se disputaban fragmentos de poder y que obedecían, todas ellas, a diferentes caudillos únicos intolerantes con las ideas de los otros. Cada uno de esos caudillos, a su turno, fue debilitando las instituciones, estimulando formas de corrupción cada vez más sofisticadas y más sometidas a la voluntad de quien estuviera al mando.

El peronismo domina la política argentina aun desde antes de que Perón regresara de su exilio en Madrid en 1973. Con el paréntesis de las dictaduras militares -que trataron, en vano, de aniquilarlo- se ha mantenido en el poder de una manera u otra hasta hoy y es posible que siga prevaleciendo durante otras dos o tres generaciones. Nadie, sin embargo, sabe con certeza qué es el peronismo. Y porque nadie sabe qué es, el peronismo expresa el país a la perfección. Cuando un peronismo cae, por corrupción, por fracaso o por mero desgaste, otro peronismo se levanta y dice: "Aquello era una impostura. Este que llega ahora es el peronismo verdadero". La esperanza del peronismo verdadero que vendrá está viva en Argentina desde hace décadas, como si se tratara de un imposible Mesías que iluminará el fin de los tiempos, cuando el país recuperará la grandeza de una vez para siempre.

Argentina, así, se ha ido tornando impredecible, un enigma ante el que se estrellan todas las respuestas. ¿Cómo imaginar el futuro inmediato, la celebración del segundo centenario de la independencia entre las brumas de un país a la deriva? Las instituciones siguen inestables. A diferencia de lo que sucede en Chile y Brasil, cuando un gobierno sustituye a otro, los técnicos y los cuadros medios del gobierno que se va son desalojados y reemplazados por funcionarios promovidos menos por sus méritos que por afinidad de intereses con el caudillo de turno. Así se derriban proyectos elaborados durante años, se ponen a prueba otros y las buenas experiencias acumuladas se derrochan. El seleccionado argentino de fútbol es una eficaz metáfora del país. Algunos de sus jugadores se cuentan entre los mejores del mundo y los clubes europeos pagan fortunas para tenerlos en sus planteles. En Europa deslumbran pero en Argentina fracasan. Se pasean desorientados por los campos de juego, después de que demasiados entrenadores les han dado directivas opuestas. La grandeza está en la imaginación de todos. Nadie parece resignarse a los límites de la realidad.

También el periodismo pierde la calma. Si el gobierno se crispa, si los humores se enardecen, el periodismo lo imita: se divide en facciones efervescentes, sordas a las razones de los bandos opuestos. El periodismo debería releerse a sí mismo. Muchos de los intereses y principios que defiende y predica hoy son inversos a los que defendía ayer.

A partir de lo que aparece ahora en la superficie de los hechos se vislumbra la silueta de un futuro más bien opaco, que en nada se asemeja al del primer centenario. En 1910 el gran Rubén Darío escribió un largo "Canto a la Argentina" impregnado de una imbatible fe en el futuro. "¡He aquí la región del Dorado, he aquí el paraíso terrestre,/ he aquí la ventura esperada!" La voz del gran Juan Gelman se oscurecía en 2004 al entonar su propio canto a la Argentina: "Cuando el dolor se parece a un país / se parece a mi país. Los/ sin nada envuelven con/un pájaro humilde que/ no tiene método".

En toda la despoblada extensión de Argentina se oyen tambores de guerra. La batalla por conservar el poder o por arrebatarlo es a vida o muerte. Sindicatos adictos al gobierno contra sindicatos adversarios; piquetes contra piquetes. Las calles de las grandes ciudades han entrado en ebullición. La justicia se mueve a paso lento, tratando de proteger las instituciones. Gracias a la justicia, el mejor legado del gobierno Kirchner no se ha perdido en el polvo de las reyertas. Los imperdonables crímenes de la dictadura, los robos de recién nacidos en cautiverio, las torturas despiadadas, los vuelos con prisioneros a los que se arrojaba vivos en el océano y en el río de la Plata, no van a quedar ya sin condena y sin memoria.

Que se haya recuperado la dignidad vuelve aún menos explicable que la educación agonice degradada en sótanos de negligencia que medio siglo atrás parecían imposibles. La influencia de la Iglesia, que ha sido siempre un poderoso factor de regresión e intolerancia, no cesa de crecer. La prédica de los últimos tiempos trata de llamar la atención sobre el escándalo de la pobreza, pero no recuerda que por la pobreza mueren cientos de madres adolescentes en abortos clandestinos y que la mortalidad infantil supera el trece por mil.

Todos los diagnósticos sobre Argentina del futuro inmediato son pesimistas, porque el país pone sus esperanzas muy en alto, evoca las grandezas del pasado y sigue creyendo en una superioridad que las dictaduras militares convirtieron en polvo.

Vale la pena entonces, volver los ojos y preguntarse dónde está ahora Argentina. ¿En qué confín del mundo, centro del atlas, techo del universo? ¿Argentina es una potencia o una impotencia, un destino o un desatino, el cuello del tercer mundo o el rabo del primero?

Siempre se creyó que Argentina estaba en un sitio distinto del que le habían adjudicado la geografía, el azar o la historia. Pero nunca hubo tanto divorcio entre la realidad y los deseos como en estos últimos seis años. Ya en 1810 una de las obsesiones argentinas era alcanzar la grandeza. Lo que ahora obsesiona al país es el miedo a la pequeñez. Para evitar ese derrumbe, se oye repetir una y otra vez: Somos grandes, estamos entre los grandes. La única lástima es que los grandes no se dan cuenta.

"Estamos llamados a iniciar una nueva era", escribía Juan Bautista Alberdi en 1838. Y después Sarmiento, Mitre, Martí, Roca, Darío: todos se sumaron al coro, todos esperaban que la grandeza se manifestara de un momento a otro. ¿Dónde estábamos entonces, en qué lugar? Éramos un inagotable cuerno de la abundancia: los ganados y las mieses se derramaban por los costados.

Hacia 1928, las estadísticas señalaban que Argentina era superior a Francia en número de automóviles y a Japón en líneas de teléfonos. A fines de 1924, el poeta nacional Leopoldo Lugones proclamó que los militares eran los "últimos aristócratas" del espíritu y les exigió que, espada en mano, ejercieran su "derecho de mejores", con la ley o sin ella y emprendieran cruzadas para imponer un "orden nuevo". Las sucesivas cruzadas de los "aristócratas del espíritu" -que culminaron en la guerra de las Malvinas, en los campos de concentración de la dictadura y en los cementerios de desaparecidos-, precipitaron el país en un desastre para el que todavía busca salida.

Pertenecer a lugares a los que sólo Argentina cree pertenecer; imaginarse árbitro, mediador, factor de decisión en pleitos a los que no ha sido invitada: tales son las antiguas maldiciones de la nación, los signos alarmantes de un destino descolocado. Los países del primer mundo se distinguen, a grandes rasgos, por tener seguros de desempleo, escasa o nula mendicidad, bajísimo índice de mortalidad infantil, educación laica, gratuita y obligatoria. Y trenes. Sobre todo trenes. Los trenes (más que cualquier otro medio de transporte) son el termómetro de cuándo un país anda bien y cuándo no. Vaya a saber por qué, pero la modernidad se mide a través de vagones puntuales, frecuentes y limpios, como lo descubrieron los alemanes del este cuando cayó el Muro y pudieron viajar, deslumbrados, en la segunda clase del expreso Francfort-Hamburgo.

Mucha de la infelicidad argentina nace de una lección que la realidad siempre contradice. A los niños se les enseña en las escuelas que son hijos de un país grande acechado por desgracias de las que no es responsable. Nunca le será fácil alcanzar la dicha a un país que cree tener menos de lo que merece y que desde hace décadas imagina que es más de lo que es. "¿Cómo se vive allá, en América Latina?", me preguntaba un amigo cuando volví del exilio. Argentina no estaba, entonces, en América Latina sino en ninguna parte: ni en el continente al que pertenecía por afinidad geográfica ni en la Europa a la que creía pertenecer por razones de destino. Estaba, como quien dice, en el aire. Lo peor es que cuando tenga que bajar, no sabrá dónde.