El siguiente diálogo, mantenido por dos jóvenes de unos quince años, lo escuché mientras viajaba junto a ellos en un tren.
“Mi tío es un genio” afirmó vehementemente uno de ellos mientras el otro escuchaba con ganas de que la explicación continuara.
“¿Te acordás que te conté que mi tío es chofer en una empresa? Bueno, ahora maneja un auto nuevo porque renovaron todos los vehículos. Como hace mucho que trabaja allí se lo dejan llevar los fines de semana a su casa y siempre lo usa para salir con la familia” Hizo una pausa para que la expectativa sea mayor, pero como el otro no entendió, le preguntó “¿y por eso es un genio? ¿Por llevarse el vehículo a la casa?” “No, claro que no. Cuando le dieron el coche nuevo, y como sabía que le tenían confianza como para llevárselo, él se compró uno igual, pero destruido, con el motor roto, ¿entendés?”
A esa altura el relato parecía no tener sentido.
“Él se compró uno que, por su estado lamentable, le costó muy pocos pesos. Los fines de semana se lleva a su casa el de la empresa, y allí le hace “trabajitos” de mecánica, y yo lo ayudo” Su amigo escuchaba pero seguía sin entender y le pidió claridad en el relato. “El sábado le sacamos la caja de velocidades al auto viejo porque casi no funcionaba. Luego se la sacamos al auto del trabajo e hicimos el cambio. Al de él le pusimos la caja nueva y al del trabajo, la vieja” volvió la pausa pero arremetió “¿No es un genio?”
Lo terrible de la “viveza criolla”, esa característica que nos distingue en el interior de nuestro país, pero sobre todo en el exterior, no es esas ganas de conseguir algo cueste lo que cueste, esa soberbia de pretendernos más “vivos” que los demás, esa arrogancia de creer que las leyes están para violentarlas; lo trágico es la forma en la que se la trasmitimos a los más pequeños, la manera en la que ellos la hacen propia